El kit imprescindible para comer seguro

Me cae la baba con Lamine Yamal como al que más, pero déjenme compensar esta admiración por su precoz capacidad de ataque con una buena defensa de la senectud. Admitiendo que no dejo de llevar el agua a mi vetusto molino, mantengo que en este marco cultural que conforma y deforma nuestra educación, nuestra percepción y nuestro pensamiento, nunca está de más recordar sentencias venerables como la de que sabe más el diablo por viejo que por diablo.
Digo que la experiencia es el pilar principal de la sabiduría, sí. Y que no exige más mérito que haber vivido, que tampoco es poco, por otra parte. Hay más métodos de conocimiento importantes, claro, pero la experiencia es un grado en absoluto desdeñable y favorece formas de pensamiento tan complejas como la intuición.
Se lo cuento porque el lunes del apagón, durante las más de ocho horas en que estuve sin cobertura de teléfono, tuve ya claro que al restablecerse la línea me llegaría alguna petición de los medios de comunicación interesándose por el tema. Efectivamente, fue así; más de una.
De hecho, la cuestión ha interesado tanto que las informaciones al respecto se han posicionado entre las más vistas de los últimos días. Me refiero a cómo discriminar qué alimentos de nuestras neveras y congeladores se habrían convertido durante el desabastecimiento eléctrico en potenciales armas de destrucción masiva para la guerra bacteriológica doméstica.
Tantas dudas demuestran que la ya famosa caída eléctrica a cero volvió a evidenciar nuestra fragilidad ante lo imprevisto (muchos recordaron la pandemia, aunque al revés). Y es que hoy la tecnología nos facilita la vida (yo aún había ido a buscar barras de hielo para la nevera prefigorífica de mi abuela Pilar). Disponemos además de instituciones y organismos que nos protegen, informan y ayudan por lo que a la seguridad de nuestros alimentos respecta, desde la EFSA a la AESAN pasando por ACSA, AECOC, universidades, laboratorios y hasta científicos con voluntad divulgadora de la talla de Miguel Ángel Lurueña entre otros… Pero el privilegio de tener más garantías que nunca y ningún otro lugar igual ha permitido que nos despreocupemos demasiado, llegando a olvidar hasta los mínimos principios esenciales.
Nuestra relación con lo que comemos ha cambiado mucho últimamente. Ya les he contado alguna vez mi teoría sobre cómo hemos pasado en pocos años, de ser una sociedad bastante reacia a la incorporación de nuevos alimentos a convertirnos en buscadores obsesivos de las últimas novedades que las tendencias nos marcan.
La famosa paradoja del omnívoro, como nos explicó Claude Fischler en El (h)omnívoro (El gusto, la cocina y el cuerpo), plantea la tensión entre nuestra neofilia, porque cada nueva comida que conocemos es una posibilidad más de alimentarnos, y la neofobia como temor o precaución a consumir novedades porque todo aquello desconocido que ingerimos podría ser tóxico. Es la trasposición alimentaria del aforismo de Nietzsche Lo que no te mata te hace más fuerte.
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Pues un servidor sugiere que el balance entre el miedo y la atracción por lo nuevo se ha desequilibrado. En un entorno ancestral, natural y salvaje, ponerse en la boca un hongo, fruto, hierba o animal desconocidos significaba una suerte de ruleta rusa (como la tortilla de Arguiñano en la película Airbag) y por eso continuaban comiendo lo que tradicionalmente habían comido los vecinos de su tribu a no ser que el hambre les obligase a experimentar.
Evidentemente hay que aplaudir entusiásticamente el progreso que significa que, gracias al desarrollo de la ciencia y la tecnología de alimentos, desde Pasteur, pero sobre todo en los ultimísimos años, unas administraciones garantistas velen tan bien por nosotros legislando e inspeccionando sobre temas como el control de la higiene, la supervisión de puntos críticos en la cadena alimentaria, los etiquetados de consumo preferente o la fecha de caducidad.
Todos los productos que hoy encontramos en el súper tienen la garantía de inocuidad y salubridad. Como además cada vez son más procesados y empaquetados, en sus envoltorios nos llegan las instrucciones de conservación y uso, en condiciones controladas.

Tras un apagón, algunos alimentos de la nevera deben desecharse
UnsplashEn este nuevo entorno, los ciudadanos hemos delegado la responsabilidad de que los alimentos que ingerimos sean seguros. Pero no podemos olvidar que un mínimo de conocimientos, habilidades y actitudes son necesarias para gestionar la alimentación. Para que cuando el imprevisto suceda nos quedemos desvalidos y sin capacidad de reacción.
Debemos saber que, sin la garantía de que se ha mantenido escrupulosamente y en todo momento la cadena de frío, hay que desechar ciertas cosas por buen aspecto que tengan. Otras, en cambio, lo que piden es que las observemos, olamos o probemos para comprobar su estado. Algunas por su acidez, falta de agua o presencia importante de sal o azúcar aguantan más a temperatura ambiente, otras son auténticas bombas de relojería. Hay que entender que cocer; no solo calentar, es una manera de higienizar y estar atentos para evitar cualquier contaminación cruzada…
Todo ciudadano debe acceder a la alfabetización alimentaria básica. Es un derecho y diría que también debe ser una obligación.
El mejor kit para emergencias es una mínima educación culinaria.
lavanguardia