Es la corrupción, no la proscripción

La Justicia debe poner la mirada en la causa que se juzga y no en el acusado. El consejo emitido en el primer siglo de nuestra era por el filósofo griego Epicteto, que vivió muchos años de su vida como esclavo romano y fue fundador del estoicismo, mantiene todo su vigor, aunque no estemos acostumbrados a que se cumpla. Sin embargo, esta vez ocurrió. Cuando muchos creían y otros tantos esperaban que, debido a especulaciones y presiones políticas, Cristina Fernández de Kirchner se libraría momentáneamente de una condena y podría mantener sus fueros convirtiéndose en candidata y consagrándose diputada desde la provincia de Buenos Aires, la Justicia puso la mirada en la causa y no en la acusada. Y la causa era pródiga en pruebas de administración fraudulenta de bienes públicos, apenas una de las acusaciones vigentes contra la cabeza visible de un gobierno que durante una década llevó la corrupción y la impunidad a dimensiones inéditas desde la recuperación de la democracia.
Sin embargo, aunque las pruebas de la corrupción, la fraudulencia y la cleptocracia normalizadas durante la gestión kirchnerista ya se habían verificado durante años, incluso a través de imágenes como las de los bolsos de López o la valija de Antonini Wilson, entre tantas otras evidencias del mismo tipo, y pese a que eran un secreto público, en estos días se produjo una resistencia residual y patética, encabezada por la misma condenada, contra el fallo de la Corte Suprema, fallo que confirmó lo que habían dictaminado previamente dos tribunales. Resistencia integrada por políticos y sindicalistas en muchos casos sospechosos ellos mismos, por abogados que mostraron su precaria profesionalidad y conocimiento de las leyes en su tarea de defender a la acusada, por fanáticos enceguecidos y hasta violentos y por una militancia rasa que exhibe una fe religiosa pese a haber sido manipulada durante años por aquella a quien defienden.
En la indignación real, fingida o especulativa de quienes dicen ver injusticia o proscripción en la sentencia se desvía el tema en cuestión. No se condenó a CFK por ser ella ni por ser la “abanderada de los humildes” (imagen que pretendió revivir, aun sintiéndose la reencarnación de una faraona), sino por actos de corrupción debidamente comprobados y documentados. El tema no es la imaginaria proscripción. Es la real corrupción. Es lo que la Justicia comprobó y probó, y por lo cual Kirchner estará presa. Y de eso es de lo que no se habla entre fieles, fanáticos y cómplices. Contra eso no se presentaron ni se presentan argumentos o pruebas. Como se preguntó alguna vez Bertolt Brecht, el dramaturgo y pensador alemán autor de La ópera de tres centavos y Madre coraje: “¿Qué tiempos serán los que vivimos, que es necesario defender lo obvio?”. ¿Hubiese sido justo que se perdonara a alguien por portación de nombre y cargo? ¿Merece condena el robo de una gallina para comer, pero no el latrocinio voraz y descarado desde el poder? En lo que va del siglo, dos cosas, entre otras, se naturalizaron de manera socialmente patológica en el país. Una es la corrupción impune de gobernantes, funcionarios y militantes privilegiados a costa de la salud, la educación, la seguridad, el hambre, la pobreza y la vida en una sociedad en descomposición. Otra es la ausencia de justicia, las transas de un número significativo de jueces y funcionarios judiciales. En una sociedad acostumbrada a que ambas cosas son irreversibles, el fallo de la Corte se recibió con incredulidad por algunos y con resistencia por otros. Pero, al menos por una vez, se confirma al romano Horacio (junto a Virgilio, padres fundadores de la poesía): “La justicia, aunque anda cojeando, no deja de alcanzar al criminal en su carrera”.
*Escritor y periodista.
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