Otra vuelta de rosca en contra de la prensa

Mauricio Macri descendió a hacer campaña por Silvia Lospennato, reunirse con jóvenes, recibir dirigentes del interior y plagiar la metodología oficialista: denunciar como gente sin valores, con precio en sus cabezas, a los que se pasaron a otro partido (caso del intendente de Tres de Febrero, Diego Valenzuela). En previsión de otras deserciones, Santilli o Montenegro, por ejemplo. También comentó que bajo la administración Milei no han bajado los índices de corrupción, por el contrario, y aludió a registros internacionales. En campaña, sin embargo, evitó enrolarse en la cruzada contra el periodismo que desató el Gobierno: no se involucra ni a favor ni en contra. Es apartidario, neutro. Menos se sabe lo que piensa el ingeniero boquense sobre la nueva “lacra” denunciada por el Gobierno. Se colige esa actitud de su silencio sobre el tema: algún mal recuerdo le genera la prensa.
Al revés, su exministro Luis Caputo levantó una copa de champagne para celebrar como un campeón de los derechos humanos que “falta poco para que desaparezca el periodismo”. Un deseo retrasado: ni siquiera advirtió que ya hace más de una década que no hay más canillitas ni kioscos en el país, que las tiradas disminuyeron en forma escandalosa, que diarios importantes cayeron del millón de ejemplares vendidos a cifras ridículas. Incluso, tampoco se anotició de la singular merma en la audiencia televisiva. Ocurre que guarda algún resentimiento por lo que se publicó sobre su gestión en tiempos de su fracaso como ministro. Tampoco Cristina Fernández de Kirchner se ha expresado sobre el tema, teme que recuerden algunas invasiones de su gobierno contra la prensa –espionaje, juicios, amenazas–, se limita a sonreír por el castigo que el actual oficialismo le propina a la prensa y, secretamente, admira a Javier Milei por su grotesca frase: “La gente no odia lo suficiente a los periodistas”. Podría suscribirla.
En la misma línea, uno de los voceros del Presidente, el Gordo Dan, se envolvió en la propaganda y reclamó un decreto –como en tiempos de Raúl Alfonsín– para poner presos a los periodistas. Olvidó decir cuántos, solo trascendieron algunos nombres como antojadizas versiones. Le falta decir que su patrón no registrado, como su antecesor radical, quizás debería declarar el Estado de sitio para justificar esa medida. En aquellos tiempos, la ofensiva del Estado se dirigió contra media docena de personas, a unas las encarceló, y otras optaron por un rápido exilio. Como Rosendo Fraga, al Uruguay. Se quedó viviendo más de seis meses en la tierra oriental, se sumaron luego varios reclamos judiciales. Saldo: el gobierno privó de libertad a distintos personajes y ensució sus nombres. Tarde, claro, la Justicia los reivindicó. Y esta semana, naturalmente por otras calidades, Fraga fue designado titular de la Academia de Ciencias Sociales y Políticas. Las vueltas de la vida.
Periodistas o no, Alfonsín –atosigado por sus servicios de Inteligencia– supuso que había una conspiración en su contra, que se amañaba un golpe de Estado y que parte de esa operación se gestaba desde teléfonos públicos o privados anunciando la colocación de bombas en los colegios o jardines de infantes. A la distancia, cuesta entender esa ridiculez y que esas llamadas intrigantes fueran parte de un atentado contra la democracia: ridícula la excusa, aunque algunos sancionados no merecieran defensa. Peor era la inclusión en un mismo equipo de gente que no se conocía entre sí, tan variopinto además. Solo privó el odio sobre algunas personas, a las que incluyeron en un mismo paquete para descalificarlas, intoxicando a la población.
La aventura de conspiraciones, ciertas o fantasiosas en los gobiernos, en esta ocasión, también encontró a Milei como generoso receptor, de quien debe repetirse en su porfía contra algunos medios y cronistas en particular una frase inolvidable: “La gente no odia lo suficiente a los periodistas”. Al parecer, dispone de un termómetro sobre los sentimientos colectivos, alcanza un punto G extraordinario: sabe lo que la gente, como él dice, piensa respecto de los ganapanes de la palabra y la pluma, seguramente por influencia de alguna encuesta que le recomendó sacudir el árbol del periodismo prostituido o no, en general, sin distinciones, que bien podría rendir electoralmente. Como ocurrió con el ataque a la “casta” política. Ni siquiera separa empresas de trabajadores. Parece aquel comandante del Papa que perseguía a los cátaros en el genocidio, a los que había encerrado en una fortificación: ordenó matar a todos mientras algún oficial le recordaba que había inocentes, mujeres y niños. Y el respondió: “No estoy aquí para clasificarlos, que de esa tarea se ocupe el Señor cuando lleguen al Cielo”.
Ninguna relación, obvio, con las Fuerzas del Cielo que rodean a Milei, incluso con alguno de sus asiduos visitantes que ha sido amigo íntimo de un redactor afamado al que desean entre rejas y contra el que el mandatario despotrica habitualmente. Raro ese triángulo no conocido, poco explicable además: falta de honor al afecto humano. No hacer nombres, por favor. Milei emprendió esta cruzada indiscriminada con ciertas razones, intolerancia ante episodios mendaces, opiniones extravagantes y comparaciones fuera de época. Pero, ante su furia, quienes lo rodean no atinan a mostrarle el texto de la Constitución, incluso la de los Estados Unidos, sobre la libertad de prensa y, personajes como el Gordo Dan calientan más la reyerta oficial con la ventaja de que un propagandista del Gobierno reclama un decreto a firmar solo por Milei mientras el pimpante vocero continúa su espectáculo teatral por la radio sin consecuencias. Judiciales, al menos.
Asombra que un hombre como el Presidente pregone el odio, una de las peores condiciones del ser humano, justo cuando nadie mejor que él conoce la urdimbre del periodismo, los negocios de las empresas que los administran y los personajes que la integran. Se frecuenta con varios, estuvo en maridaje con más de uno. Incluso, hasta mantiene una agradable cordialidad con muchos de los que van a Olivos en días de ocio. No rescata que en 1863 se fundó El Mosquito, y por varias décadas esa expresión filosa, burlona de la prensa, constituyó un hito de libertad crítica. Parece que no le gustaba a nadie que pasaba por sus páginas. Casi dos siglos después, una administración pretende con prepotencia estatal instalar una policía del pensamiento, con muchos cómplices, frente a ensobrados algunos, ingenuos otros o simples testigos de los acontecimientos diarios. Todos, de alguna manera, dan examen diariamente, informan con corrección, se equivocan, mienten o cobran por decir lo que ni siquiera piensan. Milei, quien hizo una historia en ese mundo opaco, se supone que era de los que quieren que, a pesar de la mediocridad, la gente elija. Como en el mercado. Más allá de las deficiencias y los intereses sórdidos.
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