México ante la decisión de crecer

México enfrenta una paradoja difícil de ignorar: pese a ser la duodécima economía más grande del mundo, aún no ha logrado traducir su potencial en una mejora sustantiva y generalizada de la calidad de vida de su población. La economía nacional, compleja y cada vez más sofisticada, se encuentra profundamente integrada con la de Estados Unidos. Esa cercanía ha abierto importantes oportunidades, pero también ha generado vulnerabilidades que hoy resultan más evidentes.
Durante décadas, el crecimiento económico del país ha sido moderado, irregular y, en muchos casos, insuficiente. Las causas son múltiples, pero entre las más persistentes se encuentran la ausencia de una estrategia económica de largo plazo que trascienda coyunturas políticas, la limitada capacidad financiera del Estado para emprender proyectos transformadores y los problemas estructurales de gobernanza que erosionan la confianza institucional.
En los últimos años, la incertidumbre geopolítica ha cobrado un nuevo protagonismo. Desde la administración Trump, Estados Unidos ha adoptado una postura más proteccionista, imponiendo aranceles y tomando medidas para repatriar inversiones. Este viraje ha encendido alertas en todo el mundo, y ha dejado en claro que la competencia global por atraer capital será cada vez más intensa.
Frente a este panorama, México ha comenzado a articular una respuesta estratégica que busca fortalecer el contenido nacional en la producción, estimular el consumo de bienes hechos en México y atraer inversión extranjera estratégica. La creación de los Polos de Desarrollo para el Bienestar representa un ejemplo concreto de esta nueva etapa: proyectos orientados a descentralizar el crecimiento económico e integrar regiones históricamente rezagadas a las cadenas de valor global, bajo condiciones favorables en materia fiscal, logística e institucional.
Aunque los objetivos del Plan México son claros y los avances comienzan a ser tangibles, el desafío sigue siendo enorme. La inversión pública continúa limitada por la disciplina fiscal necesaria para preservar la estabilidad macroeconómica. Sin embargo, existe margen para avanzar mediante esquemas de colaboración público-privada, particularmente en sectores clave como transporte, energía, agua e innovación tecnológica. Para ello, es indispensable fortalecer la oferta de certeza jurídica, transparencia y visión de largo plazo.
Los datos recientes sobre inversión extranjera directa son alentadores: México se mantiene como un destino atractivo, incluso en medio de tensiones comerciales globales. Esto habla de una economía con fundamentos sólidos y una notable capacidad de adaptación. Pero no basta con resistir. La verdadera meta debe ser crecer con propósito, con inclusión y con una estrategia clara.
Nos encaminamos hacia una nueva etapa en la vida económica del país, en la que confluyen dos fuerzas: una voluntad transformadora desde el interior y un entorno geopolítico externo que presenta una oportunidad sin precedentes. El reordenamiento de las cadenas globales de suministro, los efectos de la transición energética y la búsqueda de seguridad industrial por parte de las economías avanzadas abren espacios que México puede —y debe— ocupar.
El momento exige una colaboración profunda entre el gobierno y el sector privado. Es necesario construir condiciones estables para invertir: seguridad, infraestructura, capital humano y reglas claras. La oportunidad está al alcance, pero no se sostendrá por inercia. Competiremos con el mundo, y para ello debemos hacer las cosas cada vez mejor.
El verdadero reto del crecimiento no es solo aumentar el PIB. Es transformar la economía mexicana en una plataforma de desarrollo incluyente, capaz de generar prosperidad compartida, empleos de calidad y regiones dinámicas. Es construir un entorno donde invertir y producir tenga sentido económico, social y humano.
Es tiempo de tomarse en serio el crecimiento. No como una consigna tecnocrática, sino como una vía concreta y urgente para mejorar la vida de millones de mexicanos.
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