Volver al campo: gallinas libres, ganadería regenerativa y un hospedaje rural a contramano del modelo tradicional
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Rodrigo Donnola tenía veintitantos años y una certeza: el campo lo llamaba. La certeza era incómoda, porque la ciudad ya lo había absorbido del todo. Vivía en pleno centro porteño, se movía entre aulas de la universidad y departamentos de amigos, soportando el bullicio con una paciencia que se agotaba. Estudiaba ingeniería en producción agropecuaria y, sobre el papel, todo parecía encajar: un hijo de campo, con un futuro asegurado en él. Pero había algo que no funcionaba. Las materias, el tecnicismo, la vida urbana, el tiempo detenido entre libros que no hablaban del suelo real que él pisaba desde la infancia.
La decisión de volver a Arroyo de Luna, el campo de su familia, fue más un grito de necesidad que un plan meticuloso. Nadie en la familia lo recibió con los brazos abiertos. Su padre, sobre todo, no entendía la renuncia. Para él, sin título no había retorno. Rodrigo insistió, aguantó un año de sueldo irrisorio, una especie de castigo implícito que él mismo aceptó sin saber por qué. Pero en ese tiempo aprendió. Descubrió que la teoría tenía poco que ver con la práctica, y que el suelo pedía otra cosa.
El campo de 150 hectáreas, ubicado entre Arrecifes y Capitán Sarmiento, estaba destinado a seguir la lógica de la pampa húmeda: producción intensiva, grandes maquinarias, un modelo extractivo de monocultivo. Rodrigo, sin embargo, empezó a ver algo distinto. No era exactamente un acto de rebeldía, sino una sucesión de preguntas que lo llevaron a otro paradigma. Observó las pasturas que brotaban entre la soja, el potencial de lo que crecía sin intervención. Descubrió el pastoreo racional, la sinergia entre vacas, ovejas y gallinas, el reciclaje de nutrientes que podía potenciar la tierra sin necesidad de insumos externos.
El click llegó con una visita a un establecimiento agroecológico. Lo vio en acción: los animales mejoraban el suelo, los costos disminuían, la calidad de vida de todos —animales y humanos— se elevaba. Investigó, estudió de manera autodidacta, absorbió los principios de Fukuoka, Voisin, Salatin y Savory. Trabajó en un tambo orgánico en Francia, participó en proyectos en Italia. Se sumó a grupos de productores en transición, intercambió saberes con el INTA. Aprendió a jugar con la naturaleza en lugar de imponerse sobre ella.
Sentado debajo de un viejo y tupido árbol de moras, Rodrigo cuenta que la transformación de Arroyo de Luna no fue rápida ni sencilla. Enfrentó sequías, pérdidas, dudas propias y ajenas. Pero persistió. Su producción tomó un giro definitivo: ganadería regenerativa, cultivos con mínima intervención química, diversificación y turismo rural. La lógica era clara: menor dependencia de insumos, mayor resiliencia. Si el agro convencional apostaba todo a la lotería climática y a paquetes tecnológicos caros, él prefería la seguridad del equilibrio. “No busco el máximo rendimiento, sino la estabilidad”, dice. Compara sus rindes con los de sus vecinos, los mismos que lo miran con incredulidad. “Los números no mienten: produzco carne ‘extra’, mantengo la fertilidad del suelo y mi inversión es menor”.
Rodrigo reflexiona sobre todo esto mientras alimenta a una bandada de gallinas libres custodiadas por un perro protector, la mejor manera de alejar a los zorros predadores. Los gallineros móviles van dejando manchones de verde intenso, la prueba directa de la regeneración del suelo. Enfrente, el arroyo Luna es visitado por chajás, teros reales y martín pescadores, que tienen la certeza de que aquí sí hay biodiversidad.
Pero la agroecología, en su visión, no es solo una cuestión de producción. Es una transformación profunda del rol del agricultor. No se trata de maximizar hectáreas de soja para exportación, sino de generar valor agregado, vender carne, huevos, frutos secos, diversificar. “El problema no es producir, es vender”, sentencia. Y ahí es donde el sistema lo asfixia: intermediarios que se llevan la mayor parte de la ganancia, mercados que aún no valoran lo que él ofrece.
El turismo también se suma a esta ecuación. El antiguo casco del campo fue reacondicionado para recibir a huéspedes que llegan hasta Arroyo de Luna en la búsqueda de conectar con el campo desde su esencia. La casona tiene una decoración rústica, acorde al mensaje. “Los que más conectan son los niños”, revela Rodrigo. “Es increíble cómo enseguida se enganchan con todo lo que hay que hacer y son los primeros en querer salir de recorrida”, agrega. La propuesta central es sencilla: además de desconectar del ruido cotidiano, la idea es vivir el día a día del trabajo rural. “Los chicos se olvidan del celular, es automático”, insiste.
El día a día en Arroyo de Luna es intenso. Con la ayuda de voluntarios, como Agostina, estudiante de ingeniería agropecuaria y oriunda de Merlo, Rodrigo divide su tiempo entre el trabajo en el campo, la distribución de su producción y las clases en la Universidad Nacional de San Antonio de Areco, donde retomó sus estudios en ingeniería zootecnista. Vive entre pasturas y libros, entre la soledad del campo y las aulas universitarias. En su rutina, hay una constante: los animales. “Si ellos están bien, todo funciona”, dice.
La camioneta se detiene en un camino interno del campo, donde dos caballos pastan libres. Entre el alambrado y el arroyo, hay un extenso lote de pasturas, algo que otros verían como un error garrafal. Acá, en cambio, entre los pastizales amarillentos por la acción cruenta de la sequía, se esparcen como pequeñas luces las flores violáceas de la radicheta salvaje.
Sus vecinos lo ven como un bicho raro. No porque no entiendan lo que hace, sino porque excede sus márgenes de lo posible. Sin embargo, lo respetan. Se ayudan, intercambian semillas, comparten maquinaria cuando es necesario. Porque el campo, aún en su modelo más industrial, sigue siendo una red de apoyos. Pero Rodrigo sabe que es difícil que lo sigan. No porque no funcione, sino porque el cambio es complejo. “Es viable a gran escala”, insiste, “pero hay que cambiar el chip. Pasar de empresario agropecuario a agricultor”. Un concepto sencillo que implica, en la práctica, un salto al vacío.
Si tuviera que dar un consejo, sería directo: visitar, observar, aprender antes de lanzarse. No hay recetas mágicas. La agroecología es un camino progresivo, de prueba y error, de caos con los animales y ajustes permanentes. “Un tropezón no es caída”, dice, y lo dice con la certeza de quien tropezó más de una vez. Pero también con la convicción de que el camino que eligió es el único que tiene sentido.
Arroyo de Luna está ubicado en una zona rural, entre Capitán Sarmiento y Arrecifes, a 198 km de la Ciudad de Buenos Aires. La habitación doble parte de los $370 mil, con todo incluido: desayuno, almuerzo y cena.
Web: https://www.arroyodeluna.com/
T: 11-57418765
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