El trabajo de flotar

Hay dos tipos de hombres en el mar: el capitán, que lee las cartas náuticas para navegar un puerto, y el surfista, que simplemente lee la ola para evitar ahogarse. Nuestros políticos, como sabemos, ya no son capitanes; son surfistas. Su brújula no es la convicción, sino el algoritmo; su trabajo no es trazar un rumbo, sino calcular si el inminente muro de agua de la última encuesta requiere un rápido recorte de su base electoral o un mero recorte de comunicación. Esta sumisión al incesante oleaje de la opinión pública no es una estrategia; es la enfermedad terminal que ha ahogado el coraje y condenado al barco del Estado a ser arrastrado, sin timón ni rumbo, por las corrientes invisibles que ninguna encuesta puede comprender.
El surfista en el poder, sobre todo si su tabla pertenece a una mayoría precaria, no puede permitirse el lujo de considerar la ruta; consume toda su energía en el esfuerzo diario por evitar ahogarse. Y la oposición, que debería estar esperando en el astillero para construir un barco más robusto, está en la misma playa, con su propia tabla, sin trazar un nuevo rumbo, sino rezando para que una ola traicionera derribe a su rival. En tierra, el circo se autosuficiente: un medio de comunicación que, tras haber cambiado el análisis de cartas náuticas por la crónica deportiva, ahora se pasa el día discutiendo a cámara lenta la elegancia de una maniobra o la marca de la tabla, ignorando la marea creciente que ya les moja los pies; y, en la arena, una multitud de pasajeros que, tras renunciar a llegar a puerto alguno, se han convertido en meros espectadores de un deporte acuático, aplaudiendo la pirueta más llamativa y abucheando al capitán que, ronco de tanto gritar, aún intenta señalar los icebergs en el horizonte.
El verdadero drama, sin embargo, no se desarrolla en la soleada superficie, donde la gente compite por la espuma de las olas. Se desarrolla en la oscura y olvidada bodega del navío estatal, donde el goteo constante de la realidad ya se oye en las sentinas. No son fugas estáticas; son fuerzas vivas que corroen el casco: la demografía, que, como una infiltración lenta e implacable, está hundiendo los cimientos de la Seguridad Social y la Salud; la productividad, ese lastre podrido que arrastra la quilla de la economía al fango; y la justicia, ese óxido que, día tras día, corroe los engranajes del timón, volviendo el barco ingobernable. Las reparaciones requieren el trabajo sucio de un ingeniero naval. Y así, mientras la pirueta del día se celebra en la superficie, el barco, ya visiblemente escorado por su propio peso, comienza su último y silencioso descenso hacia el abismo.
observador