La Constitución de Estados Unidos no fue hecha para proteger contra Trump

El temor que se apodera de amplios sectores de la población estadounidense durante el segundo gobierno de Donald Trump no tiene precedentes en la historia moderna de Estados Unidos. Los descarados actos de represalia del presidente contra sus oponentes políticos, su abierta hostilidad hacia los disidentes y su desprecio por las normas democráticas dejan en claro que pretende ejercer el poder con incluso menos restricciones que antes.
Es tentador reducir la crisis política de Estados Unidos a la simple noción de que las malas decisiones en las urnas producen malos resultados.
Sin embargo, la terrible realidad es que las garantías constitucionales y legales, que durante mucho tiempo se creyeron que eran baluartes contra el régimen autoritario, han demostrado ser alarmantemente ineficaces. Esto se debe a que el privilegio de las élites y el autoritarismo son parte del ADN de la Constitución estadounidense.
Desigualdad y privilegio en la Constitución de Estados UnidosA pesar de la elevada retórica de libertad defendida por los fundadores de la nación, la constitución que redactaron no trataba de libertad e igualdad para todos.
En su concepción original, se trataba de un documento profundamente defectuoso y proesclavista, redactado por una clase elitista de hombres blancos propietarios cuya principal preocupación era preservar su dominio económico y político. Los llamados principios de libertad y democracia fueron diseñados para excluir a la mayoría de la población, incluidos los esclavos, las mujeres y los pobres.
Lejos de ser una carta de derechos universales, la Constitución de Estados Unidos consagró la desigualdad sistémica, garantizando que el poder permaneciera concentrado en manos de unos pocos privilegiados.
No es casualidad que Estados Unidos esté rezagado respecto de gran parte del mundo en materia de garantía de los derechos fundamentales. A diferencia de muchas democracias, cuyas constituciones reconocen explícitamente los derechos económicos y sociales como fundamentales para la dignidad humana, la Constitución estadounidense no contiene tales garantías. No existe el derecho constitucional a la atención sanitaria, la vivienda, un salario digno o una seguridad económica básica. Esta ausencia no es accidental; refleja las prioridades de un sistema diseñado para servir a las élites económicas.
En Estados Unidos, estas protecciones siguen siendo difíciles de alcanzar, y un establishment empecinado en privilegiar la riqueza y el poder por sobre el bienestar humano las descarta como “radicales”. No sorprende que el gobierno estadounidense no escatime gastos en el ámbito del poder militar, pero se niegue a extender la misma urgencia a la seguridad socioeconómica de sus ciudadanos.
Poder ejecutivo sin controlSi bien concede pocos derechos económicos y sociales a los ciudadanos estadounidenses, la Constitución de ese país otorga a sus presidentes amplios poderes para hacer lo que quieran.
A diferencia de los líderes de la mayoría de las democracias, el presidente estadounidense ejerce poderes unilaterales extraordinarios con escasa supervisión judicial o legislativa. El presidente puede detener o iniciar procesos federales, aplicar leyes de manera selectiva, controlar políticas de inmigración, clasificar o desclasificar secretos gubernamentales, anular las normas de los organismos y purgar a funcionarios “desleales”, todo ello sin controles significativos.
Las decisiones de política exterior, incluidas las retiradas de tratados y las intervenciones militares, requieren la aprobación parlamentaria en otras partes, pero los presidentes estadounidenses pueden retirarse unilateralmente de los tratados y desplegar tropas explotando lagunas en la Resolución de Poderes de Guerra sin autorización del Congreso.
Los poderes de emergencia, que en la mayoría de las democracias requieren supervisión legislativa, prácticamente no tienen control en Estados Unidos, lo que permite al ejecutivo confiscar activos, imponer sanciones y redirigir fondos con la mera declaración de una emergencia nacional.
En marcado contraste con las democracias, donde los tribunales controlan activamente los excesos del ejecutivo, el poder judicial estadounidense siempre cede ante el ejecutivo en asuntos exteriores, incluso cuando se producen graves violaciones de los derechos humanos. Un ejemplo contundente es el caso judicial Defense for Children International-Palestine v. Biden, en el que los demandantes intentaron exigir responsabilidades a la administración del expresidente estadounidense Joe Biden por el apoyo de Estados Unidos a las acciones militares de Israel en Gaza, argumentando que la ayuda estadounidense facilitó actos de genocidio.
A pesar de reconocer evidencia creíble, el tribunal desestimó el caso, reafirmando que incluso en casos que involucran violaciones de derechos humanos, el ejecutivo sigue siendo legalmente irresponsable.
La invocación de la seguridad nacional por parte de los presidentes ha sido durante mucho tiempo un pretexto para la expansión desenfrenada de la autoridad ejecutiva. Trump, al igual que el presidente George W. Bush, ha aprovechado agresivamente este precedente, utilizándolo no sólo para intervenciones militares sino también para justificar la represión interna. Con el pretexto de la seguridad nacional, su administración está apuntando a los inmigrantes y amenazando con criminalizar la disidencia.
También es preocupante la naturaleza absoluta del poder de indulto del presidente. A diferencia de otras democracias donde la clemencia ejecutiva está sujeta a supervisión, la Constitución de Estados Unidos no impone límites significativos a este poder. Trump ha llevado esto al extremo, otorgando indultos a partidarios políticos, criminales de guerra e insurrectos. En manos de un presidente autoritario, el indulto se convierte en una herramienta para socavar la justicia y consolidar el poder.
El papel de la Corte SupremaLa Corte Suprema de Estados Unidos, la entidad judicial encargada de decidir qué es constitucional o no, ha jugado históricamente un papel clave en el afianzamiento de la supremacía blanca, los privilegios y la desigualdad en el país.
En el caso Plessy contra Ferguson de 1896, el tribunal otorgó legitimidad constitucional al apartheid racial, una injusticia que persistió hasta bien entrado el siglo XX. El sistema jurídico no sólo toleró la subyugación racial, sino que la defendió y aplicó activamente.
Mientras tanto, la Corte Suprema rechazó sistemáticamente los intentos de regulación económica, bloqueando leyes de salario mínimo, protecciones laborales y la aplicación de leyes antimonopolio, con el argumento de que esas medidas violaban los principios del federalismo y la llamada libertad de contratación. Esas decisiones tenían menos que ver con la protección de la libertad y más con la protección de la élite adinerada frente a la rendición de cuentas democrática.
Recién a mediados del siglo XX, en particular bajo la Corte Warren, el poder judicial adoptó un discurso basado en los derechos, destinado a ampliar las libertades civiles y proteger a las comunidades marginadas. Sentencias históricas, como Brown v. Board of Education (1954), Gideon v. Wainwright (1963), Miranda v. Arizona (1966) y Roe v. Wade (1973), eliminaron el principio de separación pero igualdad en materia de educación, consolidaron el derecho a procedimientos judiciales justos y el derecho de las mujeres a opciones reproductivas. Estos, entre otros casos, señalaron un cambio hacia una interpretación más inclusiva de los derechos constitucionales.
Sin embargo, este período de progreso judicial duró poco. La llegada de una mayoría conservadora a la Corte Suprema ha devuelto a la institución su ADN original: favorecer a las élites en detrimento de las mujeres y las minorías.
En las últimas dos décadas, el tribunal ha desmantelado sistemáticamente muchos de los logros de la revolución de los derechos, reduciendo el derecho al voto, erosionando las libertades reproductivas y debilitando las protecciones laborales.
La influencia del dinero en la política estadounidense ha consolidado aún más esta realidad, al garantizar que el gobierno siga estando en deuda con los intereses de la élite y no con los del electorado. La decisión de 2010 de la Corte Suprema en el caso Citizens United v. FEC aceleró este declive al legalizar el flujo sin trabas del dinero corporativo hacia las campañas políticas.
La Corte Suprema también ha desempeñado un papel clave en la expansión del poder ejecutivo. En ningún otro caso esto es más claro que en la decisión de 2024 de la Corte Suprema en el caso Trump v. Estados Unidos, que efectivamente otorgó a los presidentes una amplia inmunidad frente al procesamiento penal por acciones tomadas mientras estaban en el cargo, aislando aún más al poder ejecutivo de la responsabilidad legal.
El tribunal también ha otorgado al poder ejecutivo un control casi ilimitado sobre la aplicación de la ley. En el caso de Estados Unidos contra Nixon (1974), el tribunal reafirmó que el poder ejecutivo tiene autoridad exclusiva sobre las decisiones de los fiscales, haciendo hincapié en que el presidente y el fiscal general conservan una amplia discreción para determinar a quién procesar, qué cargos presentar y si se debe presentar un caso.
De manera similar, en Heckler v. Chaney (1985), el tribunal sostuvo explícitamente que la decisión de un organismo de no hacer cumplir una ley —similar a la decisión de un fiscal de no presentar cargos— es presuntamente irrevisable, ya que cae dentro del ámbito de la discreción ejecutiva. En conjunto, estos casos reforzaron el principio de que el ejecutivo tiene una discreción casi absoluta en asuntos procesales, protegida de la interferencia judicial.
Trump ha sabido aprovechar al máximo esta situación. Ha declarado abiertamente su intención de investigar y procesar a sus adversarios políticos, lo que pone en peligro el principio democrático fundamental de la justicia imparcial. En una democracia constitucional, ningún individuo debería vivir con miedo a las acciones arbitrarias del gobierno. Sin embargo, el marco jurídico actual ofrece poca protección. Incluso si se absuelve a los individuos afectados, el costo financiero y emocional puede ser devastador.
Una realidad que da que pensarTrump no es una aberración, sino el producto predecible de un sistema que privilegia a las élites, sostiene la dominación global y protege a la presidencia de la rendición de cuentas. El temor que sienten hoy muchos estadounidenses está justificado, pero refleja un malentendido más profundo: no se trata de una desviación de la norma, sino de una continuación.
La creencia de que la Constitución de Estados Unidos protege inherentemente contra el despotismo siempre ha sido una ilusión. Desde la esclavitud y el genocidio de los pueblos indígenas hasta las leyes de segregación racial, el internamiento de los estadounidenses de origen japonés, el pánico rojo, la “guerra contra el terrorismo” y la represión de la disidencia contra el genocidio israelí de los palestinos, la historia estadounidense revela que el poder siempre triunfa sobre la justicia.
La cruda realidad es que la Constitución de Estados Unidos, a pesar de su veneración en la cultura política estadounidense, es un documento obsoleto e inadecuado para abordar los desafíos del mundo moderno. Fue escrita por y para una clase estrecha de élites que no podrían haber imaginado una sociedad diversa, industrializada y conectada globalmente. Las deficiencias estructurales de la constitución (su falta de protecciones sociales y económicas, su excesiva dependencia de un poder judicial no electo y nombrado de por vida, su dependencia del dinero corrosivo en la política, su sistema electoral profundamente antidemocrático) han dejado al país mal equipado para enfrentar las crisis del siglo XXI.
No se trata de una crisis pasajera, sino de la culminación de un sistema constitucional que no fue diseñado para proteger contra la tiranía. La pregunta urgente ya no es si la democracia estadounidense está en crisis, sino qué hace falta para que la población se enfrente a esta cruda realidad.
Las opiniones expresadas en este artículo son las del autor y no reflejan necesariamente la postura editorial de Al Jazeera.
Al Jazeera