Saidnaya, el centro de tortura y muerte del régimen sirio

Una noche en Homs compartí el iftar, la comida con la que se rompe el ayuno del Ramadán, con un hombre de 33 años llamado Ismail al Ghantawi. El apartamento, modesto pero correctamente amueblado, pertenece a su familia política. Su propio apartamento, en el barrio de Baba Amr, ha sido destruido. La comida está dispuesta sobre un mantel extendido en el suelo entre los sofás. Ismail, un hombre de rostro demacrado y rasgos afilados, con una perilla bien cuidada y gafas finas, nos recibe en compañía de su hijo Ali, un niño de 10 años, de aspecto despierto e inteligente. Su mujer, como es habitual entre las familias suníes conservadoras de Siria, permanece oculta durante nuestra visita, y nunca llegaré a conocerla. Frágil y tímido, Ismail es un superviviente de Saidnaya, el “gulag de Bachar el Asad”, una prisión de pesadilla donde ha pasado los últimos 11 años de su vida.
Él no quiere hablar de ese infierno, pero hoy ha accedido a hacerlo por respeto a uno de sus compañeros de prisión, Mahmud, primo de Moawiya, el exactivista revolucionario que me acompaña. Durante la comida, Ismail relata su historia a borbotones, entre dos cigarrillos prendidos casi uno tras otro, en una mezcla caótica de épocas, con detalles que hasta hoy laceran su memoria. Mi reconstrucción de su relato es la siguiente:
De recién casado, al comienzo de la guerra civil, se refugió con su mujer en Líbano, y encontró trabajo en una ONG musulmana que ofrecía ayuda a los huérfanos sirios y libaneses. En 2014, cuando su mujer estaba embarazada de dos meses, fue secuestrado en un barrio suní de Trípoli por los servicios de inteligencia militar del régimen sirio, trasladado ilegalmente a Siria y acusado de financiar actividades terroristas. Durante meses fue interrogado por diferentes ramas de los servicios secretos, primero en Homs y luego en Damasco.
Querían extraerle información sobre los miembros de la resistencia de su barrio natal, entre ellos Abu Othman, conocido como Jeddi (“el abuelo”, un activista que conocí a principios de 2012 y que desapareció poco después, detenido y torturado hasta la muerte). Luego le explicaron que el acta inicial no era suficiente, que había que ampliarla. Ismail, a fuerza de torturas, acabó estampando su huella dactilar en páginas y páginas de confesiones inventadas en las que se le acusaba de ataques a barrios alauitas de Homs, violaciones de mujeres, etcétera. “Nunca en tu vida volverás a ver la luz del sol”, le decía uno de los interrogadores.

En la prisión de Qaboun conoció a otro hombre de Baba Amr que, al ser puesto en libertad, informó a su familia, que hasta entonces no había tenido noticias de él. Allí fue donde se enteró del nacimiento de su hijo, al que solo vería tres veces en visitas fugaces durante todos los años de encarcelamiento. En septiembre de 2015 por fin fue juzgado, junto con otros 44 hombres en tan solo 15 minutos, por Mohamed Kanjo, un juez militar conocido por sus sentencias expeditivas: pena de muerte. Sin embargo, tres de los hermanos de Ismail habían fallecido ya, y su familia pagó una pequeña fortuna para que se declarara igualmente muerto a su último hermano. De este modo, al ser legalmente hijo único, según establece la ley siria, su pena tuvo que ser conmutada por cadena perpetua.
Inmediatamente después del juicio, fue enviado a Saidnaya en un transporte con otros 150 hombres, todos encadenados entre sí: “En Qaboun, donde había estado detenido hasta entonces, los más veteranos nos habían advertido: nunca miréis a los guardias a los ojos, no les gusta. Mantened la mirada fija en vuestros pies, nos decían. El vehículo de transporte era un camión frigorífico. En cuanto bajaron la puerta trasera, nos empezaron a golpear con barras de hierro, látigos de goma de neumático y picanas para ganado. El dolor y el ruido eran aterradores. Nos tumbaron en el suelo y nos ordenaron que mostráramos en alto nuestro documento de identidad. Luego gritaron: ‘¡Y ahora os quedáis como cuando salisteis del coño de vuestras madres!’. Nos desnudamos. Después: ‘¡De pie! ¡Uno detrás de otro, con la cabeza en el culo del de delante!’. Y a caminar. Nos hicieron bajar a un sótano en la oscuridad más absoluta; apenas veías al de delante. Allí abajo nos hicieron tumbarnos con las piernas en alto y volvieron a apalearnos durante media hora: ‘Si rechistáis, podéis daros por muertos. El que quiera saber lo que es un cadáver, que intente gritar’. Junto a mí, un hombre de unos 50 años, incapaz de soportar los golpes, dejó escapar un grito, y un guardia le golpeó en la cabeza. Me salpicó su sangre. Fue la primera vez que vi matar a alguien".
“Después nos metieron a 10 junto con el muerto en una celda para dos, y nos explicaron las reglas: prohibido hablar de política, religión o cuestiones étnicas, prohibido rezar o ayunar. Dormíamos sobre el suelo desnudo, apretados unos contra otros para darnos algo de calor. Al día siguiente por la mañana se llevaron el cadáver. Al cabo de 12 días nos sacaron de allí, nos volvieron a golpear y nos dieron uniformes llenos de piojos y otros parásitos; luego nos llevaron arriba para meternos en otra celda. Eran 36; uno que tenía estudios fue designado como el “chulo” de la celda, y le golpearon sin descanso mientras le daban órdenes: “Pase lo que pase en la celda, las siete baldosas frente a la puerta estarán siempre libres. Esa puerta es como el coño de vuestra hermana: si la tocáis, ya sabéis lo que os espera”. La última orden se refería a los muertos: “Cuando moría uno de nosotros, al día siguiente teníamos que anunciar: ‘¡Hay un muerto!’, y luego colocarlo con las piernas y los brazos cruzados frente a la puerta, para que pudieran apilar los cadáveres como ladrillos”, prosigue.
A los detenidos apenas les daban de comer: solo una o dos aceitunas y una o dos cucharadas de yogur por persona, que tiraban al suelo, a menudo cerca de los retretes. Los hombres tenían que comer en el suelo, a veces de rodillas con las manos a la espalda: “Comed como cerdos, como vacas”, les espetaban. Había muchos casos de enfermedades hepáticas y de tuberculosis. Los que enfermaban eran trasladados a la enfermería, donde el médico de la prisión a menudo se divertía golpeándoles hasta la muerte. En cualquier caso, nadie regresaba de ahí con vida. Ismail sobrevivió gracias a su familia, que a lo largo de los años pidió prestadas sumas considerables, miles de dólares, para que le trasladaran temporalmente a otra prisión, en Baloné, donde podía comer un poco mejor y recuperar fuerzas. “Cuando por fin salí de ahí y me ponían comida delante, no me lo podía creer. No era capaz de meterme la cuchara en la boca”. Ni siquiera en sus periodos en Baloné veía la luz del día: “Pasé cinco años sin ver el sol. Los suníes lo teníamos realmente muy mal. En la cárcel, los criminales alauíes recibían un trato mucho mejor, y eran ellos quienes imponían las reglas del juego entre los presos”.

Al final de la comida, Ismail me muestra un vídeo de su liberación: en el oscuro pasillo del bloque, en medio de un ruido indescriptible y de los disparos de los rebeldes que revientan las cerraduras de las puertas, los hombres gritan, bailan, corren, lloran, invocan a Dios. Ismail, demacrado, con la cabeza rapada, se sujeta la cabeza con las manos y luego intenta dirigir a sus liberadores hacia otras celdas. Cada vez que se fuerza una puerta, una marea de hombres sale gritando “¡Alá es grande!” y abrazando a sus salvadores; en el suelo, dos hombres discapacitados intentan arrastrarse hacia la salida. Era el pasado 8 de diciembre, hacia las tres de la madrugada. A las diez de la noche, gracias a unas personas que habían llegado hasta allí para recuperar a uno de sus compañeros de detención, Ismail ya estaba en Homs.
Cuando por fin volvió a ver a su hijo, este no habló durante tres días. “¿Y ahora?”. “Ahora está un poco celoso de que su padre duerma con su madre, y él tenga que dormir solo en el salón. Pero ya se le pasará. Su madre ya está embarazada de dos meses”. Sonríe, y esa sonrisa ilumina su rostro demacrado: “Todo va bien”. Tiende la mano para acariciar el pelo del pequeño Ali. “Todavía tengo muchas pesadillas”, dice finalmente en voz baja. “Mis gritos despiertan a mi hijo. Él sabe todo lo que pasó”.
Miles de desaparecidosYo ya había visitado Saidnaya diez días antes. La prisión se encuentra a 30 kilómetros de Damasco, en las montañas peladas de la cordillera del Antilíbano. Nada más salir de Al Tal, aparece en lo alto de una colina que domina la carretera, achaparrada, medio en ruinas, con sus largos muros de aberturas angostas brillando al sol, exhibiendo su crueldad a todos los que pasan por allí en dirección a los pueblos cristianos situados más adelante o al lujoso Sheraton donde Maher el Asad y Asma, la esposa de Bachar, solían venir a celebrar fiestas durante la época dorada del régimen. Más de 30.000 hombres pasaron por esta prisión, y solo 3.000 o 4.000 seguían allí en el momento de su liberación. Los cuerpos de los demás desaparecieron, quemados o enterrados en fosas comunes; todavía no se sabe.
Un puñado de jóvenes soldados vigila ahora la entrada de la prisión, una zona en principio prohibida. Pero no resulta demasiado difícil convencerlos, si uno sabe cómo, de que dejen pasar a un periodista. Uno de esos jóvenes se sube a nuestro vehículo para acompañarnos. La carretera, desde la puerta principal, sigue la curva de la colina, bordeada del lado del valle por un pequeño búnker cada 10 metros. Delante de la entrada, una carcasa blanca se calienta al sol en medio de los agujeros que salpican el aparcamiento, excavados en los días que siguieron a la caída del régimen por equipos que buscaban desesperadamente una supuesta prisión subterránea, la única explicación, a ojos de las familias desesperadas, para los miles de desaparecidos engullidos por este lugar.

Las habitaciones del edificio administrativo, tras la escalera principal, son un caos de papeles manchados, ordenadores rotos y muebles volcados. Hay ropa sucia tirada por el pasillo que conduce desde allí a la rotonda central, desde donde se extienden, en tres plantas, tres largas alas: los bloques de celdas A, B y C. Ismail estuvo detenido justo a la izquierda, en el primer piso, al principio del bloque A. Una escalera de caracol, aislada por un hexágono de barrotes de acero, sube al centro de la rotonda, y en cada piso una pasarela de hormigón, cerrada, une la escalera con cada una de las tres alas: un panóptico idéntico al imaginado por Jeremy Bentham. En la parte superior, donde hay aberturas que dan a los tejados, me dedico a imaginar al arquitecto (según me informan, procedente de la antigua Alemania Oriental) que diseñó este lugar tan meticulosamente concebido para hacer sufrir al ser humano.
Se accede a los bloques a través de una pesada reja que da a un pasillo donde se alinean a la derecha unas puertas de hierro macizo, casi todas abiertas, que aún giran fácilmente sobre sus goznes. En cada celda encuentro un caos indescriptible de mantas, montones de ropa grasienta, restos de palanganas de plástico y, aquí y allá, una prótesis de pierna. Al fondo, en la esquina de la ducha y la letrina, siguen colgados en lo alto unos sacos de plástico llenos de agua, el único medio de asearse aquí. La luz dorada del atardecer se filtra por las rendijas exteriores y se proyecta sobre las geometrías de los pasillos, las rejas y las pesadas puertas. El único ruido que se percibe son nuestros propios pasos resonando sobre el hormigón, acompañados por el piar y el aleteo incesante de los pájaros, únicos habitantes ahora de este lugar.
A lo lejos, en otra planta, percibo unos sollozos discretos: Moawiya, que ha perdido a muchos familiares aquí, llora en silencio mientras graba en vídeo un pasillo. Me alejo y examino los dormitorios de los guardias situados en torno a la rotonda central, con sus camas metálicas, sus sobia (estufas de leña para calentarse), sus tazas de té y sus mantas. El soldado, que pasea arriba y abajo impaciente por marcharse, nos observa en silencio.

El suelo de hormigón del sótano, al igual que el aparcamiento, presenta un sinnúmero de agujeros más o menos profundos. Una escalera en ruinas conduce a un nivel aún más profundo, el de las celdas individuales, sucias, exiguas, sin luz ni ventilación, donde muchos hombres pasaron años, incluso décadas. La mayoría todavía estaban ocupadas cuando se produjo la liberación. Sobre una larga abertura en una pared exterior, que da a la zona de descarga de los recién llegados, una inscripción en árabe proclama: “Qué difícil es vivir sin una ventana a la esperanza”. Las pintadas de los guardias son menos poéticas que las de los reclusos: “Mi polla me dice que solo me quedan 39 días aquí”.
Se hace tarde y el guardia insiste en que abandonemos la prisión. En la colina, frente a algunos edificios abandonados dentro del recinto amurallado, un pastor conduce su rebaño de ovejas entre los arbustos polvorientos. Dejamos al guardia en la entrada y nos dirigimos de nuevo hacia Damasco. Moawiya, perdido en sus pensamientos, permanece en silencio. Por fin, se decide a hablar: “Esta prisión es el fiel reflejo de Siria. Un lugar magnífico, escrupulosamente concebido y construido para joder a la gente; y lo que queda de él tras la revolución es un puñetero desastre, abandonado a los pájaros, custodiado solo por cinco tipos y un beduino con sus ovejas”.
EL PAÍS