Una enfermedad llamada poder

Éramos pocos y parió la abuela. Sospecho que con frases parecidas a esa suenan las alarmas de los sismógrafos de la Moncloa. Éramos pocos con Leire, Koldo y Ábalos y entra en el paritorio Santos Cerdán. Éramos pocos con los mencionados y rompe aguas la amnistía que Bruselas no entiende que sea de interés general, sino de interés de Sánchez. Seguíamos siendo pocos, y estalla la financiación “singular y generalizable”. Y cuando estábamos en la solemne recepción de esos productos, la inmigración entró sin permiso en el catálogo de problemas que no aguantan más en la carpeta de “asuntos que el tiempo resolverá”.
No me extraña que Pedro Sánchez haya adelgazado tanto. María Jesús Montero asegura que es porque está empujando a España, y eso consume infinidad de calorías. No estoy en condiciones de discutírselo. Solo puedo añadir a tan científico diagnóstico dos pequeños detalles. El primero, que el señor Sánchez tiene el premio de los buenos datos macros y la fortuna de una buena herencia de Rajoy, no como los franceses, que pusieron la república al borde de la quiebra y abocada a recortes que harían temblar al imputado Montoro. Y el segundo, que gobernar España sin mayoría absoluta es dificilísimo, como ya advirtió Yolanda Díaz con conocimiento de causa.
Es dificilísimo, sobre todo, si has logrado la mayoría con pactos de complejo cumplimiento y partidos cuyos objetivos no acaban de encajar en la Constitución. Todo esto tiene tres efectos perniciosos: convierte al Tribunal Constitucional en un órgano con poderes que desbordan cualquier previsión; cada tramitación de una ley se convierte en una película de suspense y hace calar la idea de que el presidente del Gobierno es rehén de minorías que condicionan su política y hacen que su palabra no tenga valor. Pruebas: hasta ahora no pudo presentar los presupuestos, o una norma trascendente como la reducción de jornada debe esperar al otoño a ver si da tiempo a convencer a Puigdemont.
Digo más: todo esto incluso podría tener resultados positivos –como la mejora del clima en Catalunya–, si la política española no padeciese otra enfermedad que lo enrarece todo, fomenta la polarización, hace germinar el odio y agrava la relación entre bloques, cada día más enfrentados. Esa enfermedad es la obsesión por el poder: todo se hace y se juzga en clave de conquista o conservación del poder, y no hay más. El debate actual se limita, por parte del PSOE, a decir que el PP lo hizo peor. Por parte del PP, a reclamar la dimisión de Sánchez. Y por parte de los medios, a certificar si algo beneficia al Gobierno o a la oposición. El resto es puro afán de destrucción: la derecha, con su sórdido deseo de que el Gobierno fracase, aunque sea un fracaso para el país, y en la izquierda, que se estrelle Feijóo, aunque eso suponga regalar poderío a la ultraderecha, cosa que el Gobierno llamado progresista está haciendo con sorprendente generosidad y manifiesta dedicación, salvo en Murcia, donde el PSOE ofrece sus votos al PP para que no se vea forzado a pactar con Vox. Eso es coherencia. Lo contrario, obscenas obsesiones de poder.
El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, esta semana en la Moncloa
Dani DuchRETALES
Montoro. Siento decirlo, pero es lo visto y oído el día de ayer: un estallido de alegría por la imputación del exministro Cristóbal Montoro por favorecer a determinadas empresas y nada menos que cobrando por cambiar una ley. Si del auto judicial se deduce que Montoro traficó con leyes, resulta que no era solo ministro: era un lobby. Y además, corrupto o corruptor.
Toreros. Los ministerios más difíciles son los de María Jesús Montero, Pilar Alegría y Grande-Marlaska. El primero, porque tiene que satisfacer con dinero a Catalunya y disimular en Andalucía. El segundo, porque actuar de portavoz con la que está cayendo no es informar; es torear. Y el tercero, porque tiene que ser muy duro desconocer los informes de la unidad central operativa, siendo el máximo responsable de la Guardia Civil.
Domingueros. Les invito a hacer una prueba este fin de semana: cuenten los ministros que salen en la tele. Siempre son cinco. Y siempre los mismos. Y siempre los candidatos a presidir comunidades autónomas. No les llaméis domingueros: es que necesitan promoción.
Disculpa. Cuando Manuel Arburúa cesó como ministro de Comercio en 1957, pidió explicaciones a Franco, y Franco se las dio: “Desengáñese, Arburúa, vienen a por nosotros”. Sánchez todavía no se ha vuelto franquista, pero miren cómo su entorno explica las crisis setenta años después: “Vienen a por nosotros”. Suena exactamente igual.
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