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El ministro Giuli frente a un ejército ideológico desaliñado

El ministro Giuli frente a un ejército ideológico desaliñado

Los Germanos y los Montanaris arruinan las ideas al manejarlas de manera garibaldiana, con un tono de régimen que enmarca y dispensa el bien y el mal, al que las instituciones deben negarse a oponer un tono propio, que debe reservarse para los asuntos serios.

La superioridad de Alessandro Giuli sobre sus interlocutores es tan evidente que uno se pregunta por qué pasa el tiempo discutiendo con ellos. Alguien que sabe descifrar con maestría los mitos arcaicos italianos y mediterráneos, y que desde que usa pantalones cortos hace incursiones en lo sagrado y lo profano, experto en la sección áurea y en la batalla de Talamone, alguien así apenas puede entender la dimensión en la que se mueve un actor como Elio Germano , recién salido de un fracaso artístico y comercial como la película sobre Berlinguer, una banal interpretación sentimental de un falso mito político, compensada sólo por el ridículo lobby cinematográfico de la propaganda ideológica cara a la gente habitual del entorno habitual, aquellos que inflan los globos de los no autores y de los no actores. Vi un tráiler y sentí un poco de pena por el gran Germano y por los críticos que alaban su carisma como club social en los suburbios lejanos, un lugar perfecto para jugar al ping pong y para otras actividades comunitarias loables pero no para la historia del cine.

Dicho con respeto a la persona, a su profesión y a la gigantesca autocomprensión que intentó transmitir al personaje que interpretó. Pero no sólo de esfuerzo vive el hombre. La gran ambición no es tanto grande como excesiva . Comprendería una polémica con Moretti, que se equivoca en muchas cosas pero acierta en otras y dispone de un lenguaje no demasiado elemental ni básico . Pero por lo demás, francamente, me abstendría de responder al compromiso militante del crédito fiscal cuando se tienen en las manos las Superintendencias, los museos, las bibliotecas, la música, el teatro y Pompeya o los rollos de Herculano.

No es una cuestión de arrogancia. El Ministerio de Cultura, y no es casualidad que haya sido instituido por Giovanni Spadolini, un dirigente de gran ambición, es un asunto delicado, vale tanto como la política exterior y de defensa, tiene una potente dotación identitaria en un país como Italia, y Giuli es el primero en saber que no se puede gastar con céntimos, que merece un trabajo de estudio y de excavación destinado a construir algo más que puentes o desfiguraciones en el destartalado escenario del firmamento de la firma o, como decía Mario Scelba, de la cultura (una de las definiciones más elocuentes de la historia de la costumbre política nacional, porque el gran Scelba –recordémoslo– no es sólo la institución de los antidisturbios y la ley que disuelve el neofascismo). La cultura hoy está difundida por todas partes, todo es cultura y el artista de masas gime, cada vez más incomprendido, cada vez más atormentado, cada vez más hipócrita. Pienso que debemos retirarnos de ciertos conflictos mientras todavía estamos a tiempo. Los germanos y los montanari son respetables operadores culturales que van más allá de las exigencias del arte y de su propio estudio para hundirse en un resentido espíritu de retaguardia . Son gente que arruina las ideas manejándolas de manera garibaldiana, con un tono propio de Ministerio de Cultura Popular, de un régimen que enmarca y dispensa el bien y el mal, al que las instituciones, las más onerosas e importantes, deben negarse a oponer un tono propio, para reservarse para asuntos serios. El ministro Franceschini, a mi juicio un excelente administrador y político, mantuvo a raya a estos ejércitos ideológicos desorganizados con concesiones y disuasiones apropiadas, para poder ocuparse en general de asuntos más serios, como hizo Spadolini. Esto también se espera de la superioridad de Giuli, que les recuerda, como en la famosa ocurrencia posfreudiana, que no tienen un complejo de inferioridad, que son realmente inferiores.

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