Pan de muerto con alma de calabaza
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En México, el otoño tiene su propio sonido, color y aroma. Es el crujir de las hojas secas, el naranja de las flores de cempasúchil… y ese inconfundible perfume a piloncillo, canela y clavo que anuncia que el dulce de calabaza está en los fogones.
Un postre humilde, hecho de paciencia y memoria, que por siglos ha endulzado las cocinas mexicanas. Y ahora, en pleno siglo XXI, ese mismo dulce ancestral se ha reinventado para convertirse en el corazón del nuevo pan de muerto de tu pastelería Los Globos, en Iztapalapa, una de las alcaldías con creencias religiosas arraigadas y muy populares entre sus habitantes.
La historia del dulce de calabaza es tan antigua como el propio Día de Muertos. Antes de la llegada de los españoles, los pueblos mesoamericanos cocían este fruto con miel de maguey y maíz tostado. Más tarde, con la conquista, el piloncillo y las especias llegaron para enriquecerlo.
Era el sabor del hogar, del campo, de los días lentos y las noches frías. Hoy, ese mismo sabor renace dentro de un pan que no busca competir con las modas, sino reconciliarse con la tradición.
“Queríamos regresar al origen, al sabor de lo nuestro”, explica Deyra Durán, encargada de ventas de Los Globos. “El dulce de calabaza es más que un relleno, es una forma de recordar a quienes ya no están, de volver a sentir el aroma del comal de la abuela”.
El proyecto comenzó hace más de tres años, bajo la dirección de doña Araceli, jefa de producción y guardiana del horno. Junto con su equipo, mezcló recetas antiguas, corrigió medidas y probó decenas de versiones hasta encontrar el equilibrio perfecto entre la suavidad del pan y el dulzor profundo del relleno.
“Si no nos gusta a nosotros, no le gustará al cliente”, comenta Efraín Alfaro, encargado de la sucursal. “Buscamos que cada bocado cuente una historia”.
El resultado es un pan que huele a infancia y sabe a eternidad.
Con su base tradicional de ralladura de naranja y mantequilla, pero con el toque almibarado de la calabaza de castilla cocida en piloncillo, este pan de muerto no pretende ser una extravagancia: es un homenaje.
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 El dulce de calabaza, ese que muchos consideraban un postre de pueblo, regresa con fuerza como símbolo de resistencia cultural frente a las modas importadas y el consumo rápido.
En cada cucharada espesa de su relleno vive una parte del México que se niega a desaparecer: el de los altares encendidos, los rezos, los manteles bordados a mano y las manos que aún saben medir el azúcar “al tanteo”.
“El Día de Muertos no necesita luces extranjeras para brillar”, sentencia Deyra Durán. “Solo hace falta recordar quiénes somos… y a quiénes les cocinamos”.
Con más de 25 años de tradición, el pan de muerto se transforma así en un símbolo de identidad. Han pasado por los sabores de naranja, ajonjolí, chocolate o frutos rojos; pero este año, con el dulce de calabaza, han tocado la fibra más sensible del mexicano: la nostalgia.
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 Porque, al final, entre el aroma del piloncillo y el murmullo de las veladoras, el pan de muerto relleno de calabaza no solo alimenta el cuerpo: alimenta la memoria, los recuerdos de esos seres amados ausentes, que en algún momento disfrutaron la compañía y las risas mientras degustaban un poco de ese pan que trae el amor de la ausencia.
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