Las arduas suturas de una oposición descuartizada
José María Borghello fue un escritor de culto. Vivió muchos años en Mendoza y allí sus padres, en medio de una sociedad conservadora, no soportaron la novedad de que su hijo fuera homosexual. Consultaron a un médico, que, en línea con ideas de la época, les recomendó una “cura” con electroshocks, pero él se burló de la terapia. Cada vez que le iban a aplicar las descargas eléctricas, escondía detrás de su cabeza un papelito con un nombre –el de la persona que amaba–, que funcionaría como la magdalena de Proust al introducirla en el té: lo único que él debía recordar al despertar era que tenía que tantear detrás de su cabeza y leer el nombre en el papelito. Con esa simple operación, como un hilo de Ariadna, recuperaba su pasado y frustraba el tratamiento.
Su literatura es completamente revulsiva. Uno de sus relatos, publicado en 1974, se llama “La costura”. La trama consiste en que un demonio se ensaña con un grupo de mujeres que se niegan a procrear y las condena a parir trozos de seres humanos, que luego debían ensamblar mediante arduas costuras. En estos días he recordado ese cuento tan cruel, que, sin embargo, tiene una gran potencia simbólica y, aplicado a nuestra dispersa oposición republicana, resulta súbitamente pertinente.
El concepto de populismo es muy escurridizo. Un error muy común es reducirlo al ejercicio de otorgar dádivas y subsidios que terminan arruinando la economía. Esa definición es peligrosamente burda, muy barrial, y no logra explicar fenómenos transnacionales como los de Berlusconi, Trump, Orban, VOX, Le Pen o Bolsonaro.
Aun fluyendo de izquierda a derecha y de Europa a América, todo populismo sigue un manual con reglas bastante uniformes. Siempre hay un líder mesiánico que divide entre pueblo (“la gente de bien”) y antipueblo (“la casta”). Siempre está presente el deseo de imponer una narrativa épica. Está también el fervor por el espectáculo (lo que Walter Benjamin llamó la estetización de la política), inversamente simétrico al desdén por la cultura y los valores iluministas, a los que reputan carentes de sensualidad. Plantea siempre un antagonismo con el periodismo independiente, al que descalifican (“mandriles ensobrados” entre nosotros, o “insectos” en Hungría), y el armado de un espeso friso de medios y comunicadores serviles (los únicos a los que el líder brinda largas notas y beneficios). Hay un rechazo al pluralismo y la tolerancia: la opinión del líder es la verdad absoluta y fuera de eso solo cunde el error (“econochantas”, “ignorantes” y “operadores berretas”), de manera tal que la discrepancia es castigada con la excomunión. En línea con una noción muy débil de república, desmantelan controles, manipulan el Congreso y, con pretextos, buscan disciplinar el Poder Judicial. En definitiva, irrumpe una patología de la democracia: una teología política que fusiona líder, pueblo y nación.
Estas notas distintivas organizan hoy todas las claves del mileísmo, tanto como caracterizaron en el pasado reciente al kirchnerismo; son ramas del mismo árbol: el peronismo bonapartista. Esto no es casual, porque el populismo es un fenómeno de posguerra que se articuló como una reformulación del fascismo, evitando la violencia física y manteniéndose en los bordes de la democracia. El peronismo inauguró este paradigma; muchos han recogido y nutrido ese legado.
Por eso no es raro que Milei busque jibarizar a los partidos con impronta republicana. La idea es que el mapa político se limite al péndulo entre dos populismos: el mileísmo y el kirchnerismo. Enemigos íntimos que parecen evocar aquel famoso axioma del General: “Peronistas somos todos”. De un lado, el peronismo más liberal en lo económico pero más autoritario en lo político del 52 al 55, el que puso a Alfredo Gómez Morales a cargo de la economía, subió a Milton Eisenhower al balcón de la Casa Rosada, ajustó las cuentas y pidió créditos a Estados Unidos, pero que también, ya equipado de la nueva Constitución, encarceló opositores y torturó estudiantes, en una reencarnación mileísta; del otro, el peronismo revolucionario resignificado después del 55 por John William Cooke, en la versión corrupta y despilfarradora del kirchnerismo. Es decir que nos ofrecen como menú una interna populista.
Uno de los presupuestos actuales del populismo es la cancelación del moderado, del estilizado, del que dialoga, al que le cuelgan el cartel de “tibio”. Bajo esta premisa, pasan del plano retórico a una violencia más explícita: aplastan la cabeza de un fotógrafo que está trabajando en una marcha. Bajo esta premisa resuena una exclusión coral: el diputado Agustín Romo dictamina que es lógico que el “tipo-humano anti-Milei sea un hombre con arito en la oreja”; el propio Presidente llama “basura” a un consultor extranjero y sustituye la elegancia discursiva por la grosería escatológica; un relator deportivo ultraoficialista descalifica por “marrón” a un dirigente de fútbol; un influencer libertario escribe en la red social X “Si votás al PRO sos gay”; en un programa de streaming hipermileísta se publicita un producto diciendo “El que no lo compra es gay”; el biógrafo de Milei dice que los gays son “enfermos”; en la serie que Paka Paka anunció dentro de su nueva programación (¿no hay plata?) se sostiene que los niños de familias monoparentales tienen tendencia a ser vagos y delincuentes. Ni hablar de un clásico libertario: la gerontofobia. Este hojaldre de encarnizamientos se completa con el descubrimiento de que los servicios de inteligencia se encaminan a hostigar toda disidencia que ose influir en el debate público, escarmiento que inauguran con el propio periodista que hizo visible ese plan.
El populismo no es estrictamente fascismo, pero es una deriva autoritaria que tiene una genealogía fascista y puede caer fácilmente en tentaciones despóticas. Una suerte de fuerza de gravedad lo atrae hacia su pasado violento. Maduro y Ortega ya son dictadores, el resto va en ese camino. Orban (ante quien acaban de comparecer, hechizados, un par de conspicuos referentes del mileísmo) está aferrado al poder desde hace 15 años y ha suprimido la libertad de prensa. Trump y Bolsonaro desconocieron sus derrotas electorales y fueron ariscos para entregar el poder. Bukele se regodea en violar los derechos humanos y encarcela a críticos del régimen.
Por eso resulta inexplicable que, entre nosotros, algunos dirigentes de la oposición republicana se plieguen alegremente al Gobierno. ¿Qué más necesitan para entender que se están subiendo al carro del “kirchnerismo austríaco”? Ya quedó probado, con el error de la transversalidad y el pase de Julio Cobos, que estas migraciones del campo republicano al populismo son fugas hacia el precipicio. También es absurda la idea de que “el rumbo económico es el correcto”. No puede serlo cuando el sentido institucionalista es nulo. No puede serlo cuando hay crueldad con los niños vulnerables y discapacitados. No puede serlo cuando, teniendo un mercado interno pequeño, se empecinan en castigar la exportación con retenciones, rutas intransitables, costos logísticos prohibitivos y un tipo de cambio atrasado, política demagógica que apunta a mantener artificialmente baja la inflación en busca de réditos electorales. Nos proponen una “estabilidad ingenua” detrás de la cual no hay ningún proyecto de país, a no ser que estén pensando en el “próspero” corporativismo nigeriano.
En el sustrato sociológico están diseminados esos pedazos de electorado que los republicanos –como los malditos trozos que parían las mujeres del cuento de Borghello– han dejado sin una representación competitiva. Son fragmentos que no quieren votar fragmentos: una rebelión silenciosa. Están en disponibilidad, a la espera de la emergencia de un liderazgo que los ordene, que los suture y encarne.

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