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Vida de un paria

Vida de un paria

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Jon Lee Anderson nació en California en 1957. Yo, en 1956, en Buenos Aires. La misma edad, me digo en un pasajero rapto de nostalgia y envidia. Claro que, en el juego de coordenadas cartesianas, es imposible imaginar que el destino trashumante, sinuoso y cambiante de Jon, pareado con el mío, previsible y burocrático, traza en papel de calcar con uno de los tiralíneas Staedtler de mi padre, hubiera podido obrar –¿movimiento de placas tectónicas?, ¿asientos contiguos en un vuelo de avión?, ¿un inútil intercambio en virtud de un programa del Rotary Club o del YMCA?, ¿el dedo de Dios?–, hubiera podido obrar, insisto, en homenaje a la claridad, hubiera podido obrar el prodigio de que Jon y yo nos topáramos en un punto de intersección, cartografía no exenta de romanticismo, aunque tullida ante la física y las matemáticas, serias hermanas mayores. En fin: la chapucera ilusión de formar parte del calembour retórico, de casualidades o causalidades, una primera conclusión: el periodista, cronista, reportero de guerra y curioso analista geopolítico que sería y es Jon, heredero del maestro polaco Ryszard Kapuscinski, no tiene ni tendrá nunca idea de mi humilde existencia. Yo me allané a escribir sobrias utopías urbanas. Él sigue por el mundo. Lo mandaron a vivir a Liberia con unos tíos a edad temprana, probó ácido y marihuana y vendió pegatinas con la frase “Tengo un sueño” tras el asesinato de Martin Luther King; su padre, jubilado prematuramente del Foreign Service, y su madre, liberales y liberados de sus hijos, dejaron a Jon ser un paria. A esa altura, Jon había vivido en Trinidad, Haití, El Salvador, Corea del Sur, Colombia, e iba tras los pasos de su hermana Michelle, por entonces escapada de casa para residir en Kenia y más tarde en Niza y luego, pasado un tiempo con el pueblo kabyé, en el norte de Togo, en el Golfo de Guinea, África. Jon, que vivía como un homeless, mejor dicho, lo era, tenía también como destino anhelado Togo. Pero llegar a ese sitio no era fácil, por no decir que resultaba imposible. En el Golfo Pérsico compraría una pequeña embarcación llamada dhow, que no compró (carecía de dólares, francos occidentales, caracoles o granos de sal). Probó con atravesar España. Leyó a Orwell, Hemingway y William Herrick. Alucinaba con el puerto minero de Aaiún. Y, mar mediante, con Togo. Frustrados sus intentos, hecho una piltrafa, el encuentro fortuito en el Consulado Británico de Las Palmas con su hermana Michelle, a quien sus padres (divorciados, desapegados hasta la indiferencia) le encomendaron buscar a Jon. Ella vivía alojada en la Young Women’s Christian Association en Accra, Ghana. Las coordenadas de las que antes hablamos, y el regreso de Jon a casa, es decir a cualquier parte. No se puede decir más de un librito de 45 páginas. De una vida errante y comprometida.

Salvo que Jon Lee Anderson es hoy un periodista internacional especializado en los desdichados destinos de Sudamérica y América Central. Estuvo en Togo y escribe para New York Times, Financial Times, The Guardian, El País, Harper’s, Time, The Nation, Life, Le Monde. En las fotos se lo ve contento.

Aventuras de un joven vagabundo por los muelles

Autor: Jon Lee Anderson

Género: ensayo

Otras obras del autor: El dictador, los demonios y otras crónicas; La caída de Bagdad; Che Guevara; Los años de la espiral; La tumba del león; Guerrillas

Editorial: Anagrama, $ 17.100

Traducción: Jaime Zulaika

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